Lectores buscando libros entre los restos calcinados de la biblioteca del conde de Ilchester, en Holland House (Kensington, Londres), en 1941.

LA CITA

"En general, creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo." FRANZ KAFKA, en carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak. (Y yo me pregunto si eran así todas sus cartas!!!)
"Las estanterías con los libros que no hemos escrito, como las de los libros que no hemos leído, se extienden hasta la oscuridad del espacio más remoto de la biblioteca universal. Siempre estamos al principio del comienzo de la letra A" ALBERTO MANGUEL, Una historia de la lectura.

leer EL PAÍS DE LA LENCERÍA


Este es uno de los relatos que me permitió, en febrero de 2001, viajar a la ciudad de Alcantarilla, Murcia, donde se organiza un certamen literario único: los premios Jara Carrillo. Con él obtuve, tras dos años como finalista, el primer premio en la modalidad de narrativa corta. Es único porque no conozco otro, al menos en España, que tenga como tema el humor. Pero también porque aunque el premio es modesto se mima a los autores como no ocurre con otros de mayor presupuesto, y además (cosa que no ocurre siempre) se respira pasión por la literatura. Poder compartir mesa y mantel -y hablar de libros- con otros autores aún en las catacumbas o ya consagrados como Soledad Puértolas o Luis Alberto de Cuenca es ya un premio. Claro, hay un alma detrás de todo esto, y se llama María José Gómez, a quien una vez más dedico esta página.


EL PAÍS DE LA LENCERÍA

Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano…
[Samuel Taylor Coleridge, citado por Borges].


Habíamos hecho varias compras en los grandes almacenes y bajábamos ya hacia el aparcamiento cuando, al pasar por la planta tercera, donde ya desde las escaleras mecánicas se podía apreciar un inmenso mar de sostenes multicolores y braguitas y saltos de cama, mi mujer dijo:
Ahora que me acuerdo necesito algo de ropa interior.
¿Cómo? Pero si ya ni te cabe en el cajón de la cómoda.
Calla, qué sabrás tú de eso.
Sabía perfectamente lo que las palabras de mi mujer significaban. Lo largos que se me iban a hacer los minutos mientras ella examinaría pormenorizadamente la ropa interior y luego se introduciría en el probador con unas cuantas prendas llenas de encajes, y cómo compararía calidades y precios y lo preguntaría todo a las dependientas. No es que tuviera prisa, me daba igual llegar a casa media hora antes o después. Era tener que esperarla precisamente allí lo que me ponía negro. Esperar en la librería o en la sección de muebles es muy distinto: hojeas los libros, lees los títulos, paseas entre los expositores o compruebas lo confortables que son los sofás. Pero en una lencería, a la vista de tanta gente, no te vas a poner a curiosear las braguitas de colores o los sujetadores sin aros, so pena de que te tomen por un fetichista, uno de esos obsesos sexuales con la casa repleta de maniquíes a las que cada mañana, antes de ir al trabajo, cambian de ropa interior, cuando no la visten directamente ellos. Por eso yo —no me digan que a ustedes no les pasa— me pongo tenso en esos sitios. Y no solo por lo que pueda pensar quien me observe, sino por lo frustrante que es no poder coger, como realmente desearía, una de esas perchitas y apreciar, aunque sea de una manera neutra, la textura de una combinación, calibrar los colores y los encajes y el acabado del producto, como distraídamente hace, cualquiera que visita unos grandes almacenes, con un zapato, o una cortina de baño o un cigarro habano o una cinta de vídeo. Y lo peor, desde luego, es que te reconozcan. Una vez, mientras paseaba junto a una hilera de lencería roja (se acercaba el año nuevo) me topé con la hija de mi jefe, una jovencita de veinte años, ella iba con una amiga, no tuve más remedio que saludar —había estado en prácticas unos meses en la oficina— mientras mi cara se ponía del color de aquella ropa interior. Las oí cuchichear mientras se alejaban: “Ay, por favor, pero qué está haciendo este hombre aquí, se lo tengo que contar a mi padre”, a lo que su amiga apostilló: “Si es que son todos unos salidos, tía”.
Al principio me aposté en un rincón, mostrando un repentino interés por el techo, como si aquellas maravillosas prendas que me rodeaban no existieran (¡pero claro que existían, y qué existencia tan intensa la suya!). Mas esta vez tuve suerte: a los pocos minutos, entre el mostrador del fondo y la cortina de acceso a los probadores, descubrí una silla. Dejé en el suelo las bolsas con nuestras compras y me senté.
Habría cruzado y descruzado ya las piernas por lo menos una docena de veces cuando vi a mi mujer salir de los probadores. Llevaba en la mano unas cuantas perchas de esas con combinaciones. Vislumbré unos tirantes negros, unas flores de encaje, una etiqueta con la foto de una rubia que parecía querer salirse de su combinación.
No me convence nada de lo que me he probado, voy a buscar más.
No tardes, por favor —imploré. Pero ya no me oía.
Como no podía estar todo el rato admirando lo bien que le sentaba a la maniquí de enfrente el sostén sin tirantes y la braguita de fantasía con que la habían vestido, escarbé en el bolsillo y extraje una octavilla que me habían entregado en la calle. Era de una agencia de viajes. El anuncio estaba impreso con letras negras sobre fondo rosa y decía así: PASE UN INOLVIDABLE PUENTE DE LA CONSTITUCIÓN EN BALI ¡PRECIOS INCREÍBLES! Luego venía una retahíla de fechas y precios y hoteles de varias estrellas y nombres exóticos y excursiones facultativas. Advertí que en el mostrador próximo a mí una dependienta me vigilaba con el rabillo del ojo. Una de esas dependientas gordas, que usan gafas con cristales ovalados y calzan zuecos, y llevan un bolígrafo colgando de una cadenita. Todo el rato doblaba las prendas y las introducía en sus cajas rectangulares. Luego las apilaba, con poca destreza, por cierto, pues nunca colocaba exactamente una caja encima de la otra, lo que proporcionaba a los montoncitos un aspecto lamentable. Cuando me cansaba de leer una y otra vez el papel, si la dependienta se encontraba atendiendo a alguna clienta, mi atención se escapaba por unos segundos para contemplar aquel océano de lencería. Era prodigiosa la cantidad de prendas distintas que colmaban tan fértil inmensidad. El aire climatizado las hacía oscilar en sus perchitas, como trigales mecidos por el viento. Los encajes de los sujetadores blancos competían en frondosidad con los de los negros y los azul eléctricos. Las tangas amarillo limón se jactaban de su liviandad ante los ajustados bodys color crema. Aquí y allá florecían, como en una eterna primavera, atrevidas transparencias. Del techo colgaban carteles en los que modelos de generosas curvas lucían prendas que incitaban a indolentes concupiscencias. Al verlas allá en lo alto imaginé que eran diosas, sublimes Venus y Afroditas venidas de su Olimpo, allá en el remoto País de la Lencería; un país en el que todas aquellas prendas crecían y se multiplicaban en armonía, en sana competición, sin prisas, alimentándose de encajes y suavidades, soñando placideces y tersuras, tiñéndose de excitantes colores, esperando como vírgenes ansiosas el momento de entrar en las cajas y viajar a las tiendas y ser admiradas en los mostradores y probadas y adquiridas y vestidas por hermosas mujeres, que al instante quedarían transfiguradas por la belleza de su inocente voluptuosidad. Sí, era evidente que toda aquella ropa interior, llegada del País de la Lencería para colmar los sueños de las mujeres, había sido tocada por la gracia infinita de sus diosas protectoras, esas silentes Venus y Afroditas de dadivosas formas que desde mi asiento yo veneraba. De este modo fantaseaba yo ante aquel espectáculo maravilloso, pero eran solo breves momentos, pues enseguida aparecía por allí la dependienta y yo volvía a mi octavilla.
Ya había logrado memorizar el anuncio del revés (!SELBÍERCNI SOICERP¡ ILAB EN NÓICUTITSNOC AL ED ETNEUP ELBADIVLONI UN ESAP, decía) cuando, aprovechando que una joven había reclamado la presencia de la dependienta en otra zona de la sala, en un arrebato de diligencia, me levanté, me acerqué al mostrador y comencé a amontonar correctamente las cajas. ¿Debo aclarar aún que soy de esa clase de personas que no soportan el desorden?, tendrían que ver mi mesa en la oficina, todo son montones homogéneos y totalmente paralelos, las sillas alineadas con la mesa y esta con los estantes, y el cordón del teléfono sin un solo lío, ustedes ya me entienden. Así que fui poniendo las cajas una encima de otra de forma que coincidieran exactamente sus contornos y todas las pilas tuvieran la misma altura, colocándolas luego en los extremos del mostrador. Fueron un par de minutos en los que la dependienta no me pudo ver, pues estaba de espaldas a mí, y a cierta distancia.
Me senté de nuevo, satisfecho de mi obra, y aproveché entonces para dedicarme con más serenidad —la dependienta seguía perdida en la espesura— a la contemplación de aquellos prodigios. Conjeturé que allá en su país, las tallas grandes ejercerían el poder, eso sí, con más auctoritas que potestas, y sin duda con exquisito respeto a las minorías étnicas representadas por ligueros y tangas; que los sujetadores, organizados acaso en forma de Senado, serían los encargados de mantener viva las inmortales esencias de glamour y atrevimiento; que las tallas más pequeñas sentirían una reverencial veneración por las tallas especiales; que las prendas de mayor transparencia ejercerían cometidos diplomáticos….Pero de pronto una voz de timbre cristalino me sacó de mis ensoñaciones.
Oiga, señor —oí decir a mis espaldas— ¿puede ayudarme? Necesito orientación.
Me volví hacia los probadores. Un rostro luminoso, ovalado, de ojos verdes y labios de carmín, enmarcado por una larga cabellera rubia y ondulada, un rostro que parecía haberse escapado de algún óleo de Botticelli, me sonreía desde detrás de la cortina.
¿Sabe?, no sé si me queda bien del todo o no —se lamentó, haciendo un encantador mohín, cuando ya me había introducido yo detrás de la cortina. 
 
La seguí hasta el probador. No solo era la mujer más bella que había visto en mi vida. Tenía también el cuerpo más esplendoroso que pudiera imaginar. Vestía solamente la combinación que se estaba probando, aunque no se había desprendido de sus afilados tacones. Me inquietó la sobriedad de sus prendas íntimas, blancas, satinadas y sin adornos. Intuí que había algo espiritual en esa sencillez. Me dije también, no sin cierto alivio, que con ella la continuidad de la especie quedaba garantizada. Y al contemplarla junto al espejo comprobé que éste no solo la duplicaba a ella: también duplicaba mi fantasía y mi admiración.
De repente vi que introducía sus pulgares entre los elásticos de la braguita, recorriéndola de arriba a abajo y separándola de las nalgas.
¿Lo ve? —dijo, en un tono casi susurrante, que me hacía cómplice de sus intimidades— creo que no me ajusta bien, a la tercera o cuarta vez que la lave las gomas perderán elasticidad.
Pues yo se la veo muy bien —opiné, mientras ella seguía allí ladeándose ante el espejo, mostrándome su trasero perfecto, sin rastro de celulitis o similares tragedias.
Pero que muy bien —insistí, y no sé cómo pude acertar a decirlo, realmente no sé cómo pude arreglármelas para hablar y a la vez embriagarme con su olor y a la vez contemplar extasiado su cuerpo paradisiaco y a la vez empezar a sospechar que seguramente iba a caer en alguna trampa, que ella debía ser una mujer virtual, un espectro provocado por sofisticados ordenadores, o que alguien habría escondido allí —y empecé a observar las paredes en busca de oquedades o cables camuflados— una de esas temibles cámaras ocultas. Pero al fin comprendí: me habría visto apilando las cajas y sin duda me había confundido con un dependiente.
Entonces comenzó a cambiarse de sujetador: vi cómo suavemente dejaba caer unos finísimos tirantes que apenas interrumpían la continuidad de sus hombros, pidiéndome luego ayuda para desabrochar el cierre, y comprobando, atónito, cuánta pericia escondía ese aparentemente sencillo cambio; cómo, a través de esas rápidas acciones, ocultaba y mostraba lo justo, solamente lo esencial y conveniente, la adecuada dosis de turgencia como para hacerme enloquecer y caer sin remedio en sus garras.
Y creo que lo supe en ese preciso momento, cuando, como nieve repentina, vi descender hasta el suelo el inicial sujetador blanco, emergiendo en su lugar un enigmático modelo negro, que alternaba encajes de sofisticados arabescos con inverosímiles transparencias, y entonces me dije: es una de sus diosas y ahora me capturará, me dormirá con un beso y me conducirá a su remoto país, al País de la Lencería, qué será de mi allí, no, no seré capaz de resistirlo.
Pero muy pronto tuve oportunidad de escapar, pues distraídamente, sin dejar de ajustarse los tirantes del nuevo sujetador, ladeando la cabeza frente al espejo, y señalando una ínfima tanga turquesa que soñaba sobre una silla, me dijo:
Mire, esa tanguita me la llevo, si quiere puede ir empaquetándola.
La alcé con sumo cuidado, con solo dos dedos, como si se tratase de algo sagrado (y ahora sé que realmente lo era), y como si el contacto de mi mano pudiera dañarla, y con una mezcla de temor y fascinación salí de allí, justo en el momento en que mi mujer aparecía tras las cortinas. Rápidamente logré ocultar la tanga en el bolsillo del pantalón, mientras ella decía:
¿Pero tú qué haces aquí? — y sin esperar una respuesta añadió:— Tienes mala cara, ¿te pasa algo?
No, nada, nada, es que… —era difícil dar una excusa creíble, pero tuve una rápida inspiración y añadí:— ….se me ha abierto la cartera y han rodado unas monedas aquí adentro.
Ella llevaba de nuevo entre las manos un par de perchitas, supuse que se introduciría en el primer probador, cuya puerta estaba abierta, pero me equivoqué: horrorizado, vi cómo se dirigía decididamente al del fondo:
¡No, ahí no! —exclamé. Una repentina oleada de sudor anegó todo mi cuerpo.— Ese está ocupado.
¿Ocupado? ¿Qué pasa, que estás de portero o qué? —y de un golpe abrió la puerta.— ¿Ves como no hay nadie?
Y era verdad, no había nadie: ni el susurro de su ropa interior al deslizarse cuerpo abajo, ni las huellas de sus tacones afilados sobre la moqueta, ni el rastro de su olor, ni el de la tanga turquesa sobre la silla, ni el reflejo de sus hermosos contornos dando vida al azogue.

Afuera, el aire del climatizador seguía meciendo el frondoso bosque de lencería, bajo la benévola mirada de sus diosas protectoras. Me pareció que había pasado un siglo desde mi incursión en el probador, pero allí estaba la silla con las bolsas con nuestras compras al lado, y la dependienta gorda, mirándome con asombro, y las pilas de cajas blancas regresando irremediablemente al desorden. Así que saqué de nuevo la octavilla de la agencia de viajes y empecé a leer, esta vez directamente del revés, los exóticos nombres de hoteles, los precios, los horarios de vuelo, las visitas obligadas en la isla de Bali. A veces, inútilmente alzaba mis ojos hacia los carteles de las diosas, esperando una respuesta que en el fondo sabía que no llegaría.
No tardó demasiado mi mujer. Entregó las prendas a la dependienta. Esta las guardó en sus cajas y las introdujo en una bolsa de plástico. Pagamos, cogí las otras bolsas, y nos alejamos caminando hacia las escaleras, dejando atrás aquel edén de prodigiosos colores y mágicas texturas. Estuve a punto de volver mi rostro en dirección al lugar donde ella había desaparecido, pero no lo hice: temí quedarme paralizado, como una estatua de sal, sin poder salir nunca más de allí. Al menos me quedaba aquel talismán, su tanga turquesa escondida en mi bolsillo; mientras éramos lentamente engullidos por las escaleras mecánicas, la estreché en el seno de mi mano, acaricié sus recovecos, rememoré las virtudes de su ama, y musité, como quien recita un salmo:
Llévame, venga, llévame contigo a tu país, al País de la Lencería.
Lo había dicho muy bajito, como se deben decir las oraciones, pero mi mujer lo oyó:
¿Qué has dicho? ¿Qué te lleve adónde?
A Bali, a la isla de Bali.
Y le tendí mi triste y manoseada octavilla.



(C) Rafael Orihuel Iranzo, 2000

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