Lectores buscando libros entre los restos calcinados de la biblioteca del conde de Ilchester, en Holland House (Kensington, Londres), en 1941.

LA CITA

"En general, creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo." FRANZ KAFKA, en carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak. (Y yo me pregunto si eran así todas sus cartas!!!)
"Las estanterías con los libros que no hemos escrito, como las de los libros que no hemos leído, se extienden hasta la oscuridad del espacio más remoto de la biblioteca universal. Siempre estamos al principio del comienzo de la letra A" ALBERTO MANGUEL, Una historia de la lectura.

leer EL ARCHIPIÉLAGO DEL TIEMPO


Si no he contado mal dos de estas islas ya están en el blog: Kindros y Trivia, en junio y en septiembre de 2010. Tal vez haya llegado la hora de publicarlas enteras, como fueron concebidas.  La cita, y la imagen, es un acto de justicia: el archipiélago no puede ser más borgiano.



EL ARCHIPIÉLAGO DEL TIEMPO

Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona 
que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad
sino como recuerdo presente.
[JORGE LUIS BORGES, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.]


 Con una reincidencia rayana en lo patológico, las cartas marinas omiten al Archipiélago del Tiempo. Como si con evitar sus nombres quedase conjurada su abrumadora existencia. Sin embargo, suspendidas en los recovecos del tiempo, las siete islas se empecinan en subsistir en medio del océano, ignorantes de la abyecta ignominia de que alardea la cultura occidental -incapaz de soportar cualquier dato que contradiga sus aquilatadas e inmutables leyes de la física- al relegarlas a la cómoda etiqueta de “territorio mítico o legendario”.
Pero Trivia, Altonia, Septión, Daraxia, Kindros, Ixenia y Urpión, el septeto de islas, poseen una concreta ubicación, una precisa latitud y longitud en un lugar remoto de los siete mares. Navegantes helvéticos (sé que algunos pondrán en duda esta información, pero la Verdad no suele ser complaciente con los necios) fueron los primeros en arribar a sus costas, y en establecer las coordenadas de cada uno de esos siete escuetos territorios. Nada más fácil que consignar aquí, con las oportunas cifras, esos datos, reparando o mitigando el ninguneo cartográfico. Pero, después de todo, ese voluntario olvido -dejando aparte la grave afrenta que contiene- tenga quizá su lado positivo: nada más peligroso para la supervivencia de estas bellas -y, por tantos motivos, trágicas- islas, que liberarlas de ese olvido, esa falta de “reconocimiento oficial”, que las preserva del acoso del siglo. Reconocidas por todos, reseñadas, fotografiadas y filmadas en enciclopedias, revistas y programas televisivos, el Archipiélago no resistiría los males endémicos del nuevo milenio: el turismo, los parques temáticos (que de un modo ridículo pretenderían reducirlas a un decorado de cartón-piedra, a una visita de hora y media con refresco y palomitas de maíz incluidas), la telefonía móvil, la abominable globalización.
Acerquémonos, pues, al Archipiélago del Tiempo, no con la avidez morbosa del diletante, ni con la hipócrita petulancia del que se autodenomina científico, ni con la afectada filantropía del cooperador; acerquémonos a ellas sencillamente con la modestia del que goza y se maravilla con las cosas más elementales de este mundo, que también lo son las más misteriosas: el candor de un amanecer de verano, el hondo silencio que emiten los gatos, los mapas secretos que en la noche trazan las estrellas; acerquémonos a las siete islas con la devoción de quien no se contenta con la información, sino que aspira ¡oh intento vano! al conocimiento.




I. TRIVIA


En Trivia, isla de extensos trigales e intrincadas playas de finísima arena blanca, sus habitantes lograron, tras tensas negociaciones con Arnos, dios de los Cuerpos Celestes y de la Memoria, que a lo largo de sus vidas les fuera dado experimentar hasta cuatro repeticiones. Así, un triviense podía, previa notificación en forma al Supremo Sacerdote de Arnos, revivir, pongamos por caso, el momento en que besó por primera vez a una de sus dos esposas (en Trivia no solo está permitida la bigamia, sino que cualquier otra forma de relación matrimonial monogamia o poligamia está mal vista y es considerada una peligrosa desviación social), o su primera noche con ella, o una excursión al monte con un amigo, o su participación en un concurso televisivo, o bien repetir más veces uno de esos o cualquier otro momento vivido, solo o en concurrencia con otros trivienses, siempre con el límite de cuatro, y sin que el periodo rememorado cada vez excediese de veinticuatro horas.
Los negociadores, que, en un principio, obtuvieron una enorme rentabilidad política del pacto con Arnos (más de quince días estuvieron reunidos con él en las nubes que llenan de melancolía la contemplación del monte Kirka), ingenuamente calificaron esta facultad revivitoria de “privilegio arrancado a Arnos” (más que concedido por él) con cuyo uso ningún triviense podría, so pena de ser tildado de borracho, pesimista o mentiroso, conformarse con no intentar ser feliz. Ya no hay pretextos para eludir nuestra felicidad, declaró ufano a la prensa el presidente del Comité Negociador, cuando se le vio surgir de las nubes desde las que cada noche Arnos disponía caprichosamente los cuerpos celestes.
Pero un tiempo después fueron muchos y no sólo los arbitristas e intelectuales de siempre los que advirtieron con cuánta facilidad ese supuesto privilegio podía devenir en maldición: a menudo los trivienses se veían condenados a sufrir las eternas dudas sobre qué momentos eran los más adecuados para ser revividos, si convenía consumir cuanto antes esas repeticiones (acercándose al límite de cuatro) o si, por el contrario, había que posponer el ejercicio del privilegio, esperando la llegada de momentos de mayor felicidad, que, a causa de precipitadas repeticiones de momentos menos interesantes, podrían quedar sin posibilidad de ser rememorados (pero ¿y si uno fallecía de repente, sin posibilidades reales de poder revivir ningún momento de su pasado?). Es más, ello les llevaba a que muchos momentos de su vida diaria (una cena íntima, un encuentro furtivo, un paseo bajo la luna llena) que podrían haber sido plenos y felices en su despreocupación, perdieran toda espontaneidad, y así los vivían en total tensión, esperando con angustia la llegada del momento feliz que luego desearían revivir.
Lo cual, con todo, no era lo peor, porque muchas veces, como observaron algunos detractores del privilegio, los momentos revividos dejaban un sabor a decepción: en el recuerdo (en el recuerdo aún no revivido, queremos decir) el pasado se revestía con ciertos tintes míticos que luego no se presentaban en la secuencia revivida; el tiempo real transcurrido entre lo vivido y lo revivido había provocado el olvido de lo malo, desgajando asperezas de lo pretendidamente placentero, de modo que la mera expectativa de revivir un momento considerado feliz solía superar en mucho a la efectiva revivencia del mismo, que, por lo general, decepcionaba.
Pero, aparte de eso, había que contar con que la mayor parte de los momentos que cada triviense deseaba revivir habían sido compartidos con otras personas. Lo menos problemático era el caso de que esa o esas otras personas estuvieran ya muertas: a un muerto nunca le hace daño una resurrección no superior a veinticuatro horas, y no eran infrecuentes los casos de trivienses que, ya en el lecho mortuorio, al borde del último aliento, exigían a su cónyuge o amante que revivieran juntos, no una, sino las cuatro repeticiones posibles; pero, inter vivos, la cosa cambiaba, pues uno podía verse revivido sin su consentimiento, y generalmente eso ocurría en circunstancias desfavorables: así, los amantes no correspondidos solían revivir, por mero despecho, las circunstancias de sus rechazos, sin duda ignominiosas para ellos, pero no menos fastidiosas para quienes habían menospreciado su amor; o los asesinos y violadores, en la sordidez de las celdas de aislamiento de sus prisiones, revivían a veces sus crímenes, sin que nadie pudiera hacer nada por impedirlo, con lo cual todo triviense asesinado o violado una vez tenía que preparase para la desagradable posibilidad de que lo fuera aún otras cuatro veces. Ni que decir tiene que entre los trivienses que se consideraban buenos ciudadanos se estableció el uso o costumbre de la venia: una repetición que implicase el concurso de otro triviense nunca se daba, en los ambientes más distinguidos, sin la venia de los demás implicados en los hechos a revivir, venia que, todo sea dicho en honor a la verdad, la mayoría de las veces era negociada a cambio de dinero o influencias políticas.
Mas, en definitiva, el privilegio arrancado a Arnos, a la larga logró sumir a la antes despreocupada Trivia en un deplorable estado de desasosiego y pesimismo, nunca antes conocido en su dilatada historia. Aún así, la pía Trivia siguió adorando al dios Arnos, al igual que a los demás miembros de su Divina Familia, haciendo oídos sordos a los heterodoxos que se atrevieron a conjeturar que todo respondía a una broma de Arnos, cuya risa aseguraban se podía percibir desde las laderas del monte Kirka en las apacibles noches del verano. Pero fueron muy pocos los insensatos. Y, al final, ninguno, pues todos sin excepción fueron condenados y ajusticiados por atentar contra el orden inmutable de la Religión y la Patria.
Hay quien opina que esa atmósfera incierta y desasosegada que preside la vida de los trivienses es la causante de la extraña afición, que tantos de ellos observan, a salir repentinamente a nado, en dirección a otras islas del archipiélago, olvidándose, en su precipitado éxodo, de cuáles son las verdaderas preferencias gastronómicas de los tiburones y demás escualos que pueblan las aguas jurisdiccionales de la isla.




II. ALTONIA

El viajero que arriba a Altonia hecho que no suele ocurrir a menos que concurran en él o una ligereza de espíritu o una errónea interpretación de las cartas marinas, o bien ambas fatales circunstancias queda sorprendido de inmediato por su inconsistencia. No sólo por esas casas y calles y hasta caminos que el viajero no sabe si están a medio construir o a medio derruir, con materiales inconexos y hasta contradictorios, puestos unos junto a otros como por accidente, sin que ningún plan o idea parezca avalarlos, ni por sus campos de anárquicos cultivos en los que se pretende una agricultura improbable, de difíciles labores y fatigosas cosechas, puesto que las diversas especies vegetales (bien sean propias de secano o de regadío) son mezcladas entre sí sin orden ni concierto, de tal modo que un naranjo jamás será vecino de otro naranjo, sino de una lechuga o de una vid, y esta lo será de un olivo, y este de un nisperero o de un girasol; sino porque sus propios habitantes dan la impresión de haber sido ganados por una terrible desidia. Con sus heterogéneos ademanes parecen enfermos mentales en el patio de un frenopático, hablando solos, iniciando bruscos gestos que inopinadamente suspenden, olvidados de sí mismos, como los pecios que (también sin ningún orden, sin ninguna finalidad) arroja el mar de cuando en cuando a sus costas. Pues precisamente ese, el olvido, es su condición natural.
Científicos venidos de otras islas verificaron ya hace muchos años, tras no pocas y complejas pruebas, que los altonianos carecen de memoria. Con esa afirmación no queremos reseñar solamente su incapacidad para, verbigracia, recitar, siendo ancianos, poesías aprendidas en la escuela o recordar, al día siguiente de haber ido al cine, el título de la película o el nombre del director o de los actores principales. No, eso sería lo de menos, con mucha menos memoria que la necesaria para aprender un par de números de teléfono, la vida en Altonia sería mucho más benévola.
Digámoslo sin ambages: salvo excepciones, la memoria de un altoniano no alcanza más allá de los diez últimos minutos. En ese lapso, dos altonianos podrán, pongamos por caso, entablar una conversación, a lo largo de la cual cada interlocutor podrá recordar sin dificultad que unos minutos antes ha conocido al compatriota con quien conversa, el cual tiene pecas en la nariz y usa lentes, o que ese compatriota se le ha quejado de ardor de estómago; pero, en un momento dado, uno de los dos dejará sin culminar la dicción de una frase o una simple palabra de la que solo ha liberado la primera sílaba, sin poder saber no sólo qué estaba diciendo, o si estaba hablando o cantando, o qué demonios estaba haciendo, en medio de la calle, aquel tipo con pecas en la nariz y lentes, sino también lo que sin duda es mucho peor quién pueda ser él mismo, cuál sea su nombre, dónde vive, quién le engendró, qué significa el raro nombre de Altonia.
Que en esas condiciones, pese a todo, las personas vivan, crezcan y se reproduzcan (e incluso rechacen otros modos de vida provenientes de las demás islas del archipiélago) es lo más admirable. Algunos altonianos, acaso mejor alimentados que el resto, han conseguido en los últimos tiempos prolongar esos diez minutos con memoria a una media hora; estas personas privilegiadas son las que, por así decir, y si es que puede hablarse en esos términos en una isla donde reina la más absoluta anarquía, ostentan el poder en Altonia: ocupan las mejores casas (con frecuencia deben emplearse a fondo para expulsar a aquellos conciudadanos que, confusos, al olvidar cuál es su domicilio, invaden sus mansiones; pero también, con esa misma frecuencia, ellos mismos se olvidan de sus privilegiados hogares y se empeñan en ocupar destartaladas e incómodas chabolas), practican ciertos refinamientos, en su indumentaria y en la mesa, y son responsables de una floreciente literatura. ¿Habrá que aclarar que esa literatura es exclusivamente oral?: en diez minutos ni suele haber tiempo material para, primero, aprender a leer y segundo, poder luego leer realmente, aún con vacilaciones y sin enterarse muy bien de lo que se está leyendo, una obra de interés, ni, desde luego, se tienen ganas de hacerlo, sabiendo que enseguida se olvidará no solo lo aprendido sino el hecho de que se llegó a aprender; literatura que, aunque inconsistente y sin adjetivos puede resultar muy emotiva. Un claro ejemplo lo tenemos en estos versos anónimos, de intencionalidad satírica, sin duda, recogidos por los miembros de una célebre expedición triviense:
Playa dulce perro escoba
¿Quién soy yo?
Latido falda flor escupitajo
Me pregunto por qué
Es todo tan breve
Montaña tambores mechón
¿Seré yo la próxima vez?
Mar lodo rodilla putrefacción
Es todo tan confuso
¿Qué significa yo?

No conocemos, desgraciadamente, mucho más sobre esos expedicionarios trivienses: los altonianos, como es natural, les debieron olvidar enseguida; y, en cuanto a los propios trivienses, al parecer, ninguno de ellos tuvo jamás deseo de revivirla.


III. SEPTIÓN


Pese a lo que pueda parecer a un observador extranjero, la vida en Septión no resulta nada fácil, y no precisamente por su extravagante geografía —a la que los septienses hace siglos se han resignado—: sus siete bosques petrificados, sus siete ríos circulares, sus siete volcanes activos, que, con sus frecuentes erupciones, alteran continuamente la fisonomía de la isla. Esas son dificultades cuyos efectos una ancestral voluntad de adaptación al entorno ha conseguido mitigar con bastante éxito. Lo complicado, lo que no acaba de permitir que los septienses sean felices (siquiera en siete escasas ocasiones a lo largo de sus vidas), es la incertidumbre absoluta acerca del periodo que les corresponderá vivir. Se objetará, y no solamente por los habitantes de las otras islas, que todo ser humano posee esa incertidumbre; que nadie, salvo los suicidas, y no todos, pueden predecir su muerte. Es cierto, pero los habitantes de las otras islas sí pueden tener una indicación, bastante aproximada gracias a las estadísticas médicas, de su esperanza de vida al nacer. Los septienses, por el contrario, ni siquiera cuentan con esa indicación. En Septión la estadística ha devenido una ciencia imposible; sus resultados serían del todo disparatados, pues tan corriente es vivir 52 días como 13, 98 o 183 años. El habitante más viejo de la isla (en el momento de redactar esta crónica) es una popular locutora de la radio pública insular, que sobrepasa los 249 años. Y no porque su salud sea excelente; al contrario, su salud nunca ha sido buena.
Digámoslo de una vez: en Septión, el tiempo de vida va ligado a las ocupaciones de cada uno. Haciendo determinadas cosas se gana físicamente tiempo, con otras, físicamente, se pierde. Leer un libro, puede, dependiendo de las circunstancias, dar tiempo, o quitarlo. Al igual que dar un paseo o escuchar a Shostakovich o insultar al vecino o comer membrillo o cepillarse el pelo o ver amanecer o, simplemente, no hacer nada. Todo, absolutamente todo aquello en lo que los septienses emplean su tiempo (y, obviamente, prescindiendo del tiempo que se consume), genera o destruye tiempo. Así, las vidas se alargan o se acortan. Al final de cada ocupación los septienses saben (poseen para ello una fortísima e infalible intuición) si dicha ocupación ha sumado tiempo o lo ha restado. Lo que ocurre es que esa intuición solamente es ejercible a posteriori, y que no hay reglas fijas y objetivas acerca de cuáles son las ocupaciones más convenientes para sumar o restar tiempo. Es lícito suponer que la lectura del falso Quijote de Avellaneda (aparte de la pérdida de tiempo y el insulto a la memoria de Cervantes que en sí supone) reste un tiempo bastante abundante, de varios meses, y que, correlativamente, la lectura del Quijote cervantino, premie al lector con una cantidad de tiempo al menos equivalente; pues bien, esa correlación no solo no se produce necesariamente sino que, con harto frecuencia, suele ser justamente la contraria, pues la tiempación (así se ha dado en llamar al fenómeno) es sensible en extremo a lo subjetivo, a la actitud personal hacia el tiempo. El éxito —dicen los Siete Sabios de Septión, en su Suma Tiempológica— dependerá de nuestra modestia, de la confianza que tengamos en lograr más tiempo, y de la sinceridad de nuestro amor a la vida. Ciertamente los Siete Sabios lograron vivir muchísimos años (da miedo consignar la Cifra en este informe), pero sus enseñanzas rara vez son comprensibles: son muy pocos los que las siguen.
Diremos, para finalizar, que las actitudes más frecuentes ante este incómodo designio, ante la continua desazón y alboroto que provoca en los isleños la tiempación son, en general dos:
La primera se suele denominar lúdica: esta postura, mayoritaria y oficialista, que cuenta con su escuela filosófica y con sus intelectuales y medios de comunicación afines, y cuantiosas subvenciones, considera que la vida es una especie de prueba deportiva, en la cual la tiempación es el elemento central, como lo es el balón en el fútbol. Por tanto, hay que establecer categorías, ligas, copas, promociones, federaciones, medallas, campeonatos, juegos olímpicos, ránkings y, sobre todo, hay que apostar. Ni que decir tiene que en Septión —ya hemos dicho que esta es la corriente de pensamiento mayoritaria— las apuestas de tipo quinielístico conocen un extraordinario desarrollo, y la Sociedad de Apuestas Benéfico-Deportivas (también en Septión el más burdo y brutal mercantilismo sabe adornarse con un maquillaje “benéfico”) es un verdadero poder en la sombra, que a menudo ha introducido elementos de inestabilidad en el gobierno de la isla, gobierno que, de facto, controlan sus hombres. La cumplimentación del boleto semanal es compleja: el apostante debe indicar, en relación a los catorce estrellas que compiten en la liga insular, si la prueba que el Comité, por sorteo, les propone (por ejemplo, “escuchar en una grabación de 1955, de la Filarmónica de Berlín, el tercer movimiento del concierto para violín y orquesta de Beethoven”, o “decir 99 veces seguidas, en voz alta, y de pie, Oh, Septión, cuán bella eres” o simplemente “contemplar durante dos segundos la luna llena en la medianoche del 23 de agosto”), les dará o restará tiempo. Muchos isleños consumen su tiempo y su dinero, realizando apuestas sobre el resultado de las acciones de los otros: esas apuestas, como cualquier otra ocupación, también restarán tiempo, o lo otorgarán. Y a su vez alguien podrá apostar acerca de ello. ¡Son tan sutiles las leyes que rigen esa misteriosa tiempación!
La segunda actitud, bastante minoritaria, es la de los llamados estoico-ataráxicos: lectores empedernidos de Zenón de Citio, Epicuro y Marco Aurelio, consideran que los septienses deben ignorar la tiempación, y esforzarse en ser indiferentes al resultado en términos de tiempo de sus acciones, e indiferentes a la duración de la vida y a las causas que la producen. Y que solo así se logrará la ansiada felicidad. Defensores a ultranza del desprecio a los sentidos (Somos un alma que arrastra un cadáver, proclaman en sus reuniones), consideran las florecientes apuestas el peor de los males que asolan la patria. Sus enseñanzas son consideradas peligrosas y sus alocuciones están prohibidas. La facción más radical, que en su apasionamiento y violencia ciertamente contradice los principios estoicos que dice defender, comete frecuentes sabotajes contra la Sociedad de Apuestas Benéfico-Deportivas, sabotajes que son reprimidos por la policía, pero no con excesivo entusiasmo: suele ocurrir que las acciones contra las estoico-ataráxicos restan un tiempo considerable.

En cualquier caso, y empeñada en ignorar tanto el modo de vida lúdico como el estoico-ataráxico, abandonada por los dioses (en el invierno, el rumor del viento en los pétreos siete bosques de la isla, asemeja una horrible carcajada), Septión es una isla sumida en el más negro pesimismo. Pendientes de obtener resultados positivos de su tiempación, o de no caer en resultados negativos, o pendientes simplemente de no estar pendientes de esa incómoda tiempación, los septiensen son incapaces de todo gozo o disfrute, que ingenuamente posponen a un futuro que nunca llega.
 


IV. DARAXIA
El caso de Daraxia, la más septentrional de las islas del archipiélago, surcada por complejas redes de autopistas y obras hidráulicas e infraestructuras de todo tipo (todo el paisaje de la isla ha sido transformado por la mano del hombre), es el de una compleja civilización, avanzada, racional, refinada, culta, saludable, que camina a ritmo firme hacia sus inicios: una civilización, pues, que retrocede. Día tras día, con cambios lentos pero irremediables, la otrora envidiada civilización daraxiana se va tornando rudimentaria.
Así, un buen día y quizá con la misma sensación de vertiginoso avance con que, en el mundo que conocemos, se han ido postergando las máquinas de escribir en beneficio de los potentes ordenadores los daraxianos comprenden emocionados que ha llegado la hora en que, tras un largo proceso de perfeccionamiento desde los modelos más complejos a los más simples y toscos, por fin van a desaparecer ya los viejos ordenadores portátiles (a lo sumo quedarán algunos en los museos) y su cohorte de delicado software, y acogen con confianza los grandes equipos (obsoletos para nosotros, pero no así para ellos) que ocupan habitaciones y hasta edificios enteros, a los que la información le es introducida mediante bellas tarjetas perforadas. Para los daraxianos esa es la marcha natural de las cosas, pues en Daraxia todo viaja hacia su origen. Y ni siquiera hay sensación de pérdida; al contrario, ese viajar hacia su origen, despojándose de lo que en el fondo es superfluo, lo viven como un enriquecimiento. Acostumbrados a que el tiempo transcurra en ese sentido, no comprenden lo que han oído decir de las demás islas del archipiélago, que si caminan hacia el progreso científico y la complejidad social, que si confían en las nuevas generaciones, que si han hallado la vía para la mejora genética del ser humano….En Daraxia el futuro es lo que en las otras islas se conoce como el pasado, y viceversa.
Puesto que vivir es, como se ha dicho, viajar hacia ese origen, ningún daraxiano muere. Simplemente se desglosan en el óvulo y el espermatozoide del que arrancaron. Y, correlativamente, tampoco nacen, sino que reviven. Un ejemplo nos ayudará a entenderlo. Supongamos a un daraxiano, presentador de televisión, de sesenta años, viudo y con dos hijos gemelos. Cada día que pase tendrá un día menos de edad. Celebrará con los suyos su 59, su 58, su 57 cumpleaños, etc. Sus hijos con empleos fijos ingresarán en la Universidad, con exámenes finales ya el primer día, luego estudiarán las materias de las que se han examinado y pasarán a un curso que nosotros llamaríamos “inferior”, pero que obviamente no lo es para ellos, luego, un poco más atrás, es decir, un poco más adelante, serán adolescentes, entrarán en el último curso del Instituto, llamado en Daraxia 1º de bachiller (momento éste en que aparecerá su madre, con graves heridas causadas por un accidente de circulación, pero que desaparecerán en pocos días simultáneamente a la aparición, en perfecto estado, del vehículo), les saldrán espinillas, les cambiará la voz, creerán en los Aristócratas Esotéricos (mutatis mutando, los Reyes Magos daraxianos), jugarán con muñequitos en el suelo, llevarán pañales, serán dados a luz por una comadrona antipática y algo bebedora, crecerán en el seno materno, serán engendrados, sus padres se casarán, el padre empezará a trabajar en la televisión, se harán novios, etc.
La gran pregunta que preocupa a los teólogos de Daraxia es ¿cuándo y porqué comenzó el Avance? es decir, en el léxico de los estudiosos no daraxianos, el Retroceso. Pero esa pregunta en pocos años dejarán de formulársela, pues en pocos siglos la actual religión monoteísta dará paso según comentan expertos foráneos a un primitivo políteismo (más tosco, pero de mayor amenidad), plagado de mitos y leyendas, y ese problema dejará de ser tal, a lo sumo alguien inventará un pequeño, valga la expresión, culebrón, que lo explique debidamente, y que, como suele ocurrir en estos casos, será tenido como verdad inamovible y se transmitirá de hijos a padres.
En cualquier caso, no hay seres más felices (ni más excepcionales) en todo el archipiélago del Tiempo que los daraxianos: nacen viejos, tristes, sólos, inactivos, llenos de achaques, y , enseguida, su salud empieza a mejorar, se vuelven día a día más vigorosos, renacen sus amigos, sus seres queridos, cambian sus exiguas pensiones por decorosos salarios, realizan proezas gastronómicas y de otro tipo sin que su salud tenga que lamentarlo, etcétera.
Alguien aún sigue existiendo ese tipo de lector quisquilloso argumentará que Daraxia es fruto del determinismo, que el daraxiano no es en absoluto libre, puesto que para que sea posible hacer ese recorrido en sentido inverso, ese viaje a sus orígenes lo han tenido que recorrer, en el sentido contrario, todos y cada uno de los daraxianos. No es éste el momento ni el lugar de entregarnos a tan ingratas especulaciones: si ese argumento es válido en el caso de Daraxia, también lo será en el mundo que ahora conocemos, en el que el tiempo transcurre exactamente del mismo modo que en esta isla excepcional, con sus horas, sus minutos, sus segundos, sus noches, sus meses, sus lustros y sus siglos, sólo que en sentido inverso, como si fueran los dos lados de un espejo. Y, siendo ello así ¿estaría dispuesto a afirmar, ese inoportuno lector, que no es libre su decisión de tomar este libro y leer esta breve noticia sobre la isla de Daraxia; que estaba escrito desde el principio del mundo que él lo haría así y que por tanto mantendría esta absurda discusión con este modesto autor; que las cosas no pueden suceder de otro modo al que suceden; y que aunque nos creamos libres, y podamos actuar como si lo fuéramos, no lo somos en absoluto?
Esa polémica también existe en la propia Daraxia, pero no en lo que afecta a ella, sino respecto a las otras islas del archipiélago. Mas, en unas cuantas centurias, conseguirán olvidarse de estas especulaciones, y producirán inofensivas filosofías teñidas de sentimientos poéticos.
Por lo demás, en muy pocos años se librarán de la luz eléctrica: los espíritus más avanzados ya predican las ventajas de las antorchas y las lámparas de aceite.


V. KINDROS


Apenas contempla desde su barco el viajero que sale de Daraxia o Trivia, la blanca y brumosa silueta de Kindros —isla abrupta y de afilados perfiles y cumbres inverosímiles que con sus penachos de nieves perpetuas se adentran en las nubes— es derrotado por una insoportable y creciente melancolía. Las gentes de Kindros son en extremo pacíficas, saludables, laboriosas, hospitalarias, amantes de la Naturaleza (pese a la severidad de un paisaje donde todo es quebrado y arriscado) y de las artes y la belleza en general.
Se preguntará el lector interesado en esta modesta crónica, qué, en esas condiciones, impide a los kindrios alcanzar si no su plenitud vital o su deseada felicidad, al menos una indiferente y cómoda alegría; y el porqué de esa terrible melancolía que, ya desde la distancia de un centenar de millas marinas, irradia la isla blanca.
Lo que ocurre en Kindros —tanto a los naturales de la isla como a los que, atraídos por la misteriosa belleza del lugar y la convincente hospitalidad de sus habitantes, insensatamente la han convertido en su hogar— es que todos ellos tienen, de un modo continuo y persistente, la sospecha (rayana en la certidumbre) de que lo que viven en ese momento no es sino una copia degradada de otra vida ya pasada.
Los amantes, apenas logran disfrutar de su amor, pues aunque podrían hacerlo y decirse a sí mismos, qué bellos son esos ojos de miel que contemplo y me contemplan amorosos, o qué gloriosa suavidad trasmite este cuerpo cuyos rincones transitan mis caricias, o qué candorosa es esa voz que recita mi nombre y suena a campanas, en seguida son asediados por una incómoda convicción de degradación, y lo que tendría que ser fascinación, admiración y arrobo, se convierte en decepción, al adquirir la indestructible certeza de que esos ojos, en otra vida, en otro tiempo, en otro lugar, fueron más hermosos (verdaderamente hermosos) y qué ese cuerpo fue más suave (verdaderamente suave) y que esa voz es ahora un gruñido comparada con la voz cristalina y etérea que fue (verdaderamente cristalina, verdaderamente etérea).
Es más, con el tiempo esa sensación va creciendo, y las acciones se convierten a sus ojos en réplicas o sucedáneos más y más degradados: el amante kindrio no tiene más remedio que optar por amar ese gruñido, pues en breve, ya ni siquiera será un gruñido lo que oiga, sino un horrible rugido.
Así pues, todo es pérdida en Kindros, todo es aniquilación, y lo peor es que cuando se cree que la degradación se detendrá, que ya se ha alcanzado el Negativo Absoluto (así se le llama en las escuelas filosóficas), aún surgen escalones hacia abajo, realidades aún más degradadas, que hacen añorar hasta las realidades más terribles que han quedado ya ancladas en un momento del pasado.
No hay remedio para ello. Algunos pocos, desesperanzados y sumidos en una profunda debilidad, intentan el suicidio; pero lo intentan en vano: esa misma sensación de degradación sin fin que padecen les hace creer en una irremediable pérdida de las tradicionales habilidades del suicida: incapaces de saltar al vacío desde una altura adecuada (pero no por incapacidad física, sino por ese insuperable prejuicio de degradación de toda realidad, y por tanto de toda capacidad), se limitan a hacerlo desde una silla, sin más efectos que, si acaso, leves magulladuras, a las que sin embargo se aferran como un logro suicida, pues saben, que en ulteriores intentos, sus suicidios aún serán más irrisorios.
Otra salida, que goza de gran predicamento, es la literatura. ¿Deberé aclarar que los kindrios aman fervorosamente su literatura clásica, y más cuanto más se aleja esta en el tiempo? Es lógico, porque el lenguaje —la otrora bella y esdrújula y poética lengua kindria, con sus hermosas e intrincadas declinaciones, y sus 197 preposiciones— se degrada de día en día, degradación esta que, aún cuando sea más imaginada que real, impide progresivamente la práctica de una literatura inteligible…
Así pues, ¿qué les queda a los kindrios sino el cultivo, la entrega sin condiciones, a esa creciente melancolía? En ella se entretienen, para ella —para el recuerdo de épocas pasadas, donde todo era más consistente, más perfecto, más humano— existen sin remedio, de ella extraen las fuerzas para seguir viviendo, aunque vivir, qué desgracia, ya no será nunca lo que era antes. Y aunque la propia melancolía sea objeto también de esa degradación, y se esté convirtiendo, a pasos agigantados, en un bobo e inconsistente lloriqueo.




VI. IXENIA

¿Y qué decir de Ixenia, esa isla de difícil geografía, que desde el alto acantilado de su lado norte, desciende en vertiginosos bancales, repletos de viñas de uvas color perla, hasta las dulces playas del sur? ¿Qué decir de sus habitantes, salvo que, habitualmente, andan muy ensimismados? Pues no es para menos: con harto frecuencia a cada ixenio se le aparece (sobre todo de noche, cuando el insomnio se hace insoportable) él mismo en otro momento de su existencia, pasada o futura. Pero toda aparición consta en realidad dos apariciones que se complementan: si el yo aparecido proviene del pasado, el ixenio presente (el que sufre la aparición) será, para ese yo del pasado, una aparición de su yo futuro. E, inversamente, si la aparición sufrida proviene del yo futuro, el yo presente será también una aparición para aquella, de su yo pasado, en este caso. ¿Pero qué momento es el momento actual? Nadie lo sabe, ni siquiera hay tiempo para preocuparse por ello.
Para la mayoría de los ixenios el fenómeno carece de toda particularidad, es algo tan natural como el vuelo de una mosca, la pérdida del azogue de un espejo o el sopor que sobreviene tras la ingestión del excelente vino de la isla. Esas apariciones, esos alter ego, tienen un nombre explícito: fantegos, un hueco en el refranero (quien a sus fantegos hace caso, acaba al raso, refrán singularmente injusto y exagerado), y un lugar preferente en su rica literatura.
Lo cierto es que esta “peculiaridad” ixénica (soy consciente de lo benévolo de ese calificativo) da lugar a una compleja red de apariciones, pues, con frecuencia, una aparición de un momento pasado va acompañada de otra u otras apariciones tanto de momentos aún más pretéritos, como de momentos venideros, es decir: se pueden formar incómodas cadenas de apariciones simultáneas. Sin mencionar la complicación que se deriva del hecho —recrudecido, por cierto, en los últimos años— de que las apariciones del propio yo vayan acompañadas de las de otras personas (la llamada —y pido disculpas por la palabreja— plurifantegogénesis), las cuales no necesariamente tienen por qué hallarse en un mismo momento de sus vidas.
Más no todo está perdido: un grupo de científicos y filósofos ixenios, animados por un mismo afán escéptico, trabajan desde hace muchos lustros en el seno de la reputada Institutio Fantegensis, para demostrar que la aparición de fantegos no es un hecho natural, implícito en la naturaleza ixénica: algún dios remoto, del que los anales ixenios no dan noticia, debió introducir esa terrible rémora en algún momento del pasado. Se trata, obviamente, de una mera hipótesis, difícilmente verificable, pero lo que sí es un hecho demostrado es que Ixenia ha conocido gloriosas épocas de acciones culminadas, trabajo productivo y de concentración y dedicación a las aspiraciones colectivas.
Pues, en efecto, esta es la tragedia de Ixenia: las discusiones con los fantegos, el malsano y morboso interés por anticipar detalles del futuro u ocultar incómodas situaciones del pasado, el continuo ir y venir por los vericuetos de la existencia, llevan a los ciudadanos de la isla al abandono de todo aquello que excede lo meramente individual.
Por eso, la primera impresión que se lleva el viajero que toca, aún por unas horas, la escarpada costa de Ixenia, es la del ensimismamiento de sus habitantes.
En cuanto a la segunda impresión, esta es mucho menos favorable: los ixenios desatienden a sus visitantes, engañándoles con falsas expectativas de amabilidad que luego se desvanecen. Un cochero ixenio -el modesto autor de esta breve noticia puede dar fe de ello- no invertirá menos de seis horas en recorrer, en un landó tirado por bellos corceles, la apenas media legua que separa a la capital de la isla de su puerto. Entremedias, el viajero verá detenerse al carruaje en infinidad de ocasiones, y al cochero discutir con seres invisibles los pormenores más insulsos y estrafalarios de su existencia. Toda protesta será vana: entregados a sus fantegos (entregados a la ignominia de ser ellos mismos fantegos de otros fantegos de otros fantegos), la vida -al igual que las riendas de mi ingrato cochero- se les escapa de las manos.




VII. URPIÓN


El privilegio del que disfrutan los escasos pobladores de la bella Urpión, la isla de los cien lagos de aguas negras, habitadas por legendarios monstruos, es ampliamente envidiado por las demás islas: los urpienses viven una vida duplicada. Ello no significa que al fallecer renazcan y regresen, durante una vida más, a sus familias, a sus animales domésticos (son expertos en el adiestramiento de lagartijas), a sus juegos de azar (practican, apostando grandes sumas, una complicada versión del parchís), a sus atardeceres llenos de brumosa languidez, a sus querellas y a sus afanes.
No, no se trata de eso. Es algo más sencillo: simplemente viven cada día por duplicado, de tal modo que el primer día es, siempre, un ensayo del segundo. Lo que ocurre en el primero es, pues, una tentativa, y tiene carácter reversible. Si el ensayo fracasa, no pasa nada: el urpiense examina racionalmente el ensayo realizado, analiza los fallos, valora los aciertos, y acota los peligros que, al día siguiente, deberá evitar. Luego, en el segundo día, sus acciones las desarrolla con mayor confianza y seguridad: el éxito, si no desperdicia la experiencia ganada en el primer día, estará garantizado.
Se comprenderá que este privilegio tiene grandes ventajas, sobre todo en lo que se refiere a las acciones individuales de riesgo. Por ejemplo, si un joven –y, sin duda, temerario- urpiense decide arrojarse a un lago desde un promontorio, y lo hace en un lugar inadecuado, no solo por la probabilidad de ser devorado por alguno de los abundantes monstruos lacustres, sino por la escasa profundidad del agua, si antes ha tenido la precaución de ejecutar dicha acción en un día de ensayo, el cercenamiento de su cuello, cráneo, columna vertebral y extremidades superiores (el poco edificante espectáculo de sus pulmones encharcados en sangre y su masa cerebral desperdigada en las frías y turbias aguas) no surtirá efectos: esos daños inmediatamente serán anulados, y habrá obtenido elementos de juicio suficientes para, al siguiente día, decidir si realiza o no dicha acción, y, en caso afirmativo, bajo qué condiciones y con qué precauciones.
Pero las complicaciones vienen -y esto aún no ha podido ser erradicado- cuando las acciones no se producen individualmente. ¿Por qué? Muy sencillo: porque no todos los urpienses llegaron al mundo en días impares. A pesar del empeño de las autoridades, siguen naciendo niños pares, niños, por tanto, que, inoportunamente, nacen en días irreversibles (los niños impares son, por el contrario, reversibles), de modo que, primero realizan sus acciones, y luego las ensayan, cosa que carece de toda utilidad, por lo que, si uno de esos urpienses pares pretende realizar una acción con un urpiense impar, como se comprenderá, el conflicto está garantizado, porque lo que para uno será ensayo, tentativa, tanteo o experimento, para el otro será un hecho definitivo e inamovible. Y pese a que las Leyes Fundamentales del Reino de Urpión proclaman -y cito textualmente- que todos los urpienses, impares o pares, son iguales ante la ley, y tienen los mismos derechos y deberes, la realidad es muy distinta: la presión contra los pares es enorme. Los matrimonios entre pares e impares están perseguidos; para acceder a un cargo público se precisa un documento llamado “fe de imparidad”; ninguna comadrona se atreve a asistir a parturientas en días pares, con lo que los pares nacen en la clandestinidad y a menudo con deformidades físicas y más tarde, lógicamente, tienden a buscarse unos a otros (aunque su aspecto en nada difiere del de los impares, hay en ellos un sexto sentido que les lleva a reconocerse enseguida).
No es para menos: las complicaciones de la relación impar-par pueden ser gravísimas. Pensemos en un duelo (los urpienses conservan una desmesurada afición a resolver sus pendencias por esta vía, tan noblemente deportiva): si la confrontación, como suele ser habitual, termina con el impacto de uno de los contendientes, y, pongamos por caso, quien lo recibe es impar, su muerte será inmediatamente anulada, pero el urpiense par será considerado reo de asesinato. ¿Un asesinato sin víctima? ¿Cómo se puede entender eso? ¿Qué dictaminan al respecto la jurisprudencia y la doctrina científica? Pero situémonos en el supuesto contrario: el par recibe el disparo o la herida del acero: su muerte es definitiva, pero su contrincante (afortunado impar) puede enmendar, al día siguiente su criminal acción. Al no poder ser acusado, la acción se considerará como un “accidente”. Cabe preguntarse si esto es justo. Los penalistas -esa es, sospechosamente, la rama del Derecho que más cultivan los juristas urpienses- luchan denodadamente, y con creciente desesperanza, para resolver esa y otras contradicciones similares. Pero, sin esas contradicciones, ¿qué sería de los penalistas urpienses?
Y como, desgraciadamente, el ejercicio de acciones individuales es muy limitado, y los pares, gente indeseable y pendenciera, tienen tendencia a la impostura (con cuánta habilidad falsifican las fes de imparidad), las dificultades son continuas.
Los informes oficiales, aunque con un lenguaje rebuscado, dilatorio y oscurantista, no logran ocultar eficazmente el hecho del creciente número de suicidios en la isla (si los suicidios son convenientemente ensayados en días impares, difícilmente podrán, por desgracia, malograrse en los pares).


© Rafael Orihuel Iranzo, 2000.

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